Argentina es un lugar extraño e impredecible. En el mismo día (el ya histórico 23/04/13) tocaron en el país Television, una banda cuya cantidad de discos editados es inversamente proporcional a su importancia en la historia de la música; Daniel Johnston, un personaje imposible de definir en pocas líneas (y de quien seguramente algunos de los compañeros de este blog se ocupará en extensión); y... Super Junior, sensación mundial y una de las bandas más relevantes de ese fenómeno surgido de las tierras de Corea del Sur llamado K-pop. Adivinen donde, contra todos los pronósticos, estuvo este intrépido cronista.
Pero comencemos desde el principio.
Un par de meses atrás me entero que la banda de ídolos adolescentes coreanos Super Junior (son diez en total, ¡diez!) iba a realizar un concierto en el Luna Park. En uno de esos momentos de entusiasmos inexplicables, le pregunté a una amiga coreana si era posible asistir al recital ya que me causaba mucha curiosidad ver en vivo a una de estas bandas y así, una excusa medio ridícula, poder escribir sobre el evento. Después como siempre, pasaron los días y la verdad que ya me había olvidado. Incluso llegué a pensar que dicho evento había ocurrido durante las fechas del BAFICI. Grande fue mi sorpresa cuando el mismo día del recital me llaman por teléfono para pedirme el número de mi DNI y avisarme que una entrada me esperaba en la puerta del mítico Luna Park. Lugar en donde supo pelear Monzón, romper todo Billy Bond y tantos otros hitos fundantes de la historia de la cultura popular argentina. Una nueva página estaba a punto de ser escrita. En horas, iban a realizar su debut argentino los jovenzuelos de Super Junior, y el K-pop, finalmente, a desembarcar en Argentina. Aunque en verdad el K-pop como fenómeno existe, de manera secreta, desde ya hace mucho tiempo en el país.
Los datos que les puedo ofrecer sobre el K-pop están todos en Wikipedia. Basta darse una vuelta por dicha página para ver las cifras millonarias e increíbles que mueve este género musical devenido en industria (o viceversa). El k-pop nace con la llegada de los programas televisivos al estilo de American Idol, etc. La diferencia es que, cuando en el resto del mundo las bandas o solistas salidos de esos programas perduraban solamente un par de discos para pasar a la historia (en el mejor de los casos), en Corea la cosa fue diferente. Estas bandas y solistas no sólo superaron la efímera fama televisiva, sino que se multiplicaron y dejaron de necesitar de dichos concursos para lograr la fama. Hoy en día el K-pop factura millones de dólares, tiene varios canales propios en donde se proyectan clips y programas, y tiendas enormes en donde se vende todo tipo de merchandising relacionado con este fenómeno. Además, y he aquí lo más extraño e interesante, millones de fans repartidos en todo el mundo.
Retrocedamos un poco más todavía.
Hace poco menos de un año y por iniciativa de integrantes de la comunidad coreana en Argentina, se organizo la proyección del documental I AM, dirigido por Choi Jin-seong en el cine Premier. Dicho documental trata sobre el K-pop y aparecen varias bandas, entre ellas, Super Junior. Ese día el Premier estuvo lleno, pero no de coreanos, que los había –claro-, sino de pre-adolescentes argentinos que cantaban y repetían las coreografías como si se tratara de artistas locales a los que podrían ir a ver todos los fines de semana. Obviamente, ningún medio dio cuenta de esto. Pero no es este un fenómeno local, sino todo lo contrario. Super Junior después de tocar en Buenos Aires continúa su gira latinoamericana por Brasil y más tarde por Perú, en donde -me dicen-, el fanatismo por todo lo relacionado con la cultura coreana llega a extremos insospechados e inexplicables.
En un reciente viaje a Montevideo me encuentro con una joven uruguaya que trabaja como moza en un bar coreano y es fanática del K-pop. Para mi sorpresa absoluta, con los dueños del local habla en coreano. Al notar mi acento me pregunta si soy argentino y me cuenta que en pocos días va a visitar Argentina. El motivo: la llegada de Super Junior, una de las más grandes bandas de K-pop del mundo y que, en su gira por estas tierras, hace una excepción y en vez de tocar en estadios, lo hará en lugares “chicos” como el Luna Park. (El día del recital no encuentro a la moza uruguaya, pero en un momento, uno de los integrantes de la banda muestra orgulloso una bandera de la banda oriental. Espero que hayas cumplido tu sueño, buena moza charrúa).
Mi ingenuidad occidental me lleva a pensar que asistir a un recital de esta banda, la primera en tocar en vivo en la Argentina, quizás eche un poco de luz sobre el misterio.
A pocos metros de cruzar la Avenida Alem, los manteros ya tenían ocupada la vereda de la calle Corrientes con todo el tipo de merchandising posible sobre Super Junior. Este es otro fenómeno social argentino, pero mucho más fácil de explicar. Remeras, gorritos, vinchas fluorescentes, tazas, en fin, todo objeto imaginable al que se le pueda imprimir una imagen, logo o palabra referida a la banda de turno estaba ahí, en esa mantas, a la venta. No compré nada, y como siempre, me arrepiento por eso.
Una vez superadas las vallas y los amables encargados de la seguridad del Luna Park (y lo digo sin ironía y con sorpresa) logramos entrar al recinto sagrado, tantas veces testigo de glorias deportivas.
Los Super Junior son ocho, o diez. Me explican más tarde que hay dos que funcionan como complementos de los otros a la hora de ciertas coreografías, pero que no son considerados parte de la banda. Pero que lo pueden ser en el futuro. Esperemos que lo logren. Todos ellos tienen su personaje: el canchero, el sensible, el estudioso y así (como en la vida misma). Y a todos les gusta hablar. Y mucho. Cada introducción (y la despedida, pero a eso llegaremos más tarde) se llevaba buena parte del show. La presentación de cada miembro de la banda incluyó palabras en español, leídas en su mayoría, pero en algunos casos aprendidas de memoria o con conocimientos previos. Debo confesar, sorprendido, que el castellano de algunos de ellos era superior al de algunos latinoamericanistas como Manu Chao. Hasta llegó a escucharse el famoso trabalenguas (repetido por uno de los SJ cual mantra), en el cual un tal Pablito realiza una tarea que incluye pequeños clavos y martillos.
También, claro, estaba la música. Pero acá no hay nada raro. Se trata del típico repertorio de boy bands que van del pop a la balada, pasando por algún que otro momento un poco más moderno y movido. Siempre con coreografías y cambios de vestuarios que no dejaban dudas de la profesionalidad de la banda y su equipo de producción. Por no hablar del impecable estado físico que los hace dar un show de tres horas (si, tres horas) y llegar al final con mínimas muestras de cansancio. Mientras que este cronista necesitó doce horas de sueño para poder recuperarse.
Casi terminando el recital se me acerca una señorita, obviamente de prensa, y me pregunta si estoy cubriendo el recital para algún medio. Tan desubicada era mi presencia en ese lugar. Sí, fue mi respuesta a la joven periodista. ¿Para qué medio?, insistió ella. Para una página web, trate de sacármela de encima yo. ¿Cuál? Siguió ella. Para Encerrados afuera. Aclaré yo como para poner fin al diálogo. ¿Es una página dedicada al fenómeno del K-pop? Insistió nuevamente ella. Sí, claro. Fue mi respuesta final. Mientras me alejaba la vi escribir en su libretita el nombre de Encerrados afuera y al lado, la palabra Kpop.
Nos fuimos con Luna, quien ofició de fotógrafa, y mientras caminábamos por Bouchard hacia Corrientes, veíamos y escuchábamos a través de las puertas de entrada, a los Super Junior todavía despidiéndose de sus fans argentinos. Quienes suponemos, a esta altura ya lagrimeaban. Me pregunto hasta que hora se habrán quedado así, unos despidiéndose, los otros llorando. Afuera, decenas de padres esperaban a sus hijos y los manteros remataban los últimos restos de merchandising.
La visita de Super Junior, la primera banda de K-pop en poner un pie en tierra porteña, había llegado a su fin. El misterio de la atracción del K-pop en los jóvenes latinoamericanos seguía sin respuesta, pero nos íbamos -al menos- con algunas pistas.
A pesar del cansancio, Luna me dice en un extraño e inesperado giro étnico, que vayamos a comer comida china. Le digo que no, que por hoy fue suficiente y la convenzo de ir a Las cuartetas argumentando la cercanía de la pizzería porteña.
Mientras cruzamos Alem me pregunto si no habré llevado demasiado lejos mi amor por la cultura coreana.
La respuesta, como siempre, está soplando en ese vientito fresco que sube por la avenida Corrientes.
Desconozco por donde comenzar a buscar la respuesta de este misterio. En este momento nos haría falta un sociólogo o algo así. O al menos, un experto en cultura (pop) coreana. La explicación no está seguramente en la música de estas bandas. Al fin y al cabo, productos armados a partir de una formula probada que también se repite en todo el mundo. Todos los adolescentes (y pre-adolescentes) son en algún momento admiradores de bandas que con el tiempo sólo recordaran con nostalgia por la inocencia perdida. Todos estuvimos en ese lugar. Pero ¿por qué bandas coreanas? ¿Qué encuentran de atrayente estas niñas argentinas en todas estas bandas como para, en no pocos casos, tratar de aprender un idioma tan complejo con el simple fin de cantar las banales letras de una canción pop?
En un reciente viaje a Montevideo me encuentro con una joven uruguaya que trabaja como moza en un bar coreano y es fanática del K-pop. Para mi sorpresa absoluta, con los dueños del local habla en coreano. Al notar mi acento me pregunta si soy argentino y me cuenta que en pocos días va a visitar Argentina. El motivo: la llegada de Super Junior, una de las más grandes bandas de K-pop del mundo y que, en su gira por estas tierras, hace una excepción y en vez de tocar en estadios, lo hará en lugares “chicos” como el Luna Park. (El día del recital no encuentro a la moza uruguaya, pero en un momento, uno de los integrantes de la banda muestra orgulloso una bandera de la banda oriental. Espero que hayas cumplido tu sueño, buena moza charrúa).
Mi ingenuidad occidental me lleva a pensar que asistir a un recital de esta banda, la primera en tocar en vivo en la Argentina, quizás eche un poco de luz sobre el misterio.
A pocos metros de cruzar la Avenida Alem, los manteros ya tenían ocupada la vereda de la calle Corrientes con todo el tipo de merchandising posible sobre Super Junior. Este es otro fenómeno social argentino, pero mucho más fácil de explicar. Remeras, gorritos, vinchas fluorescentes, tazas, en fin, todo objeto imaginable al que se le pueda imprimir una imagen, logo o palabra referida a la banda de turno estaba ahí, en esa mantas, a la venta. No compré nada, y como siempre, me arrepiento por eso.
Una vez superadas las vallas y los amables encargados de la seguridad del Luna Park (y lo digo sin ironía y con sorpresa) logramos entrar al recinto sagrado, tantas veces testigo de glorias deportivas.
Con puntualidad oriental, el recital comenzó a las 20, hora estipulada. Los gritos del público, ensordecedores desde el principio, llegaron a límites inimaginables cuando las luces se apagaron y varias pantallas de videos dieron comienzo con el show.
Cada parte del recital se iniciaba con unos cortometrajes en donde los integrantes de la banda eran mostrados como estilizados James Bond coreanos. Se sabe que nadie mejor que un oriental para vestir un traje. La realización de los cortos comprobaba que cualquier director coreano, incluso el más ignoto, es capaz de filmar mejor que el 80% de los directores del resto del mundo. Y sobre todo si se trata de escenas de acción. De estos pequeños films, vale rescatar a tres de ellos. En el primero la banda se sumaba a un tiroteo en un parque, en el cual todos se disparaban usando sus dedos como si se tratara de armas, y que tranquilamente podría haber sido uno de los short digital films que Andy Samberg y sus secuaces de Lonely Island supieron realizar para Saturday night live. El segundo era una reversión en clave gangsteril e hiper-dramática de La Jetée del finado Chris Marker, en donde el protagonista daba su vida para salvar a su amada de una muerte violenta. Y el tercero, y más pop y lisérgico, mostraba a Los vengadores (en versión del últimamente muy invocado Joss Whedon) interpretados por la banda. La parte más difícil de entender de este segmento, es que en esta formación de Los vengadores aparecían Goku de Dragon Ball y Woody de Toy story y terminaban venciendo al enemigo, un enorme oso de peluche, comportándose de manera afeminada y realizando extraños movimientos. Lo que provocaba una furia en el oso que lo dejaba fuera de competencia. Cosas más extrañas se han visto, pero no sé donde ni cuando.
Los Super Junior son ocho, o diez. Me explican más tarde que hay dos que funcionan como complementos de los otros a la hora de ciertas coreografías, pero que no son considerados parte de la banda. Pero que lo pueden ser en el futuro. Esperemos que lo logren. Todos ellos tienen su personaje: el canchero, el sensible, el estudioso y así (como en la vida misma). Y a todos les gusta hablar. Y mucho. Cada introducción (y la despedida, pero a eso llegaremos más tarde) se llevaba buena parte del show. La presentación de cada miembro de la banda incluyó palabras en español, leídas en su mayoría, pero en algunos casos aprendidas de memoria o con conocimientos previos. Debo confesar, sorprendido, que el castellano de algunos de ellos era superior al de algunos latinoamericanistas como Manu Chao. Hasta llegó a escucharse el famoso trabalenguas (repetido por uno de los SJ cual mantra), en el cual un tal Pablito realiza una tarea que incluye pequeños clavos y martillos.
También, claro, estaba la música. Pero acá no hay nada raro. Se trata del típico repertorio de boy bands que van del pop a la balada, pasando por algún que otro momento un poco más moderno y movido. Siempre con coreografías y cambios de vestuarios que no dejaban dudas de la profesionalidad de la banda y su equipo de producción. Por no hablar del impecable estado físico que los hace dar un show de tres horas (si, tres horas) y llegar al final con mínimas muestras de cansancio. Mientras que este cronista necesitó doce horas de sueño para poder recuperarse.
Hay que destacar la elección de la balada de Michael Bolton, How Am Supposed To Live Without You, como uno de los covers interpretados. Momento en el que este cronista reconoce haber cantado a viva voz hasta llegar, casi, a las lágrimas. La mezcla de sensibilidad ochentera atravesada por el sentimentalismo coreano fue demasiado para él. El otro cover fue una versión reggae del hit de Michael Teló, Ai Se Eu Te Pego. Supongo que no habrán tenido tiempo de aprenderse una de, digamos, Miranda. Pero me imagino el desmadre que puede llegar a ocurrir cuando hagan esta canción en Río de Janeiro, capital de la Argentina.
El otro gran momento (quizás el más alto) del recital llegó con una canción que arrancó en formato disco (bola de espejos enorme descolgándose del techo) para después trasformarse en un tremendo y machacante big beat que haría palidecer al mismísimo David Guetta (o alguno de esos), y que la banda cortaba en seco para volver a arrancar creando por momentos (yo estuve ahí) el pogo más grande y adolescente del mundo. Tremendo momento en el cual el show podría haber terminado pero no, todavía faltaba más de la mitad. Y el cuerpo de este anciano cronista, ya no está para esos, ni para otros, trotes. El resto del concierto siguió sin mayores sobresaltos.
El otro gran momento (quizás el más alto) del recital llegó con una canción que arrancó en formato disco (bola de espejos enorme descolgándose del techo) para después trasformarse en un tremendo y machacante big beat que haría palidecer al mismísimo David Guetta (o alguno de esos), y que la banda cortaba en seco para volver a arrancar creando por momentos (yo estuve ahí) el pogo más grande y adolescente del mundo. Tremendo momento en el cual el show podría haber terminado pero no, todavía faltaba más de la mitad. Y el cuerpo de este anciano cronista, ya no está para esos, ni para otros, trotes. El resto del concierto siguió sin mayores sobresaltos.
Me explica Luna, la chica del sur, que a los artistas coreanos a diferencia de los argentinos, no les gusta terminar el show muy arriba, sino en el momento que logran que el público, de tan emocionado, llegue al llanto. Y quizás por eso la despedida de Super Junior, ya todos uniformados con la camiseta de la selección de fútbol argentina, se hizo interminable, con los miembros de la banda jurando y perjurando que se vendrían a vivir a la Argentina (basta recordar la estadía bonaerense de un tal Dee Dee Ramone para no sorprendernos tanto con esta posibilidad), que el público argentino era el mejor y que volverían pronto. Por qué, me pregunto, no creerles. O acaso el pop no es eso, un artificio que nos hace -aunque sea por un rato- ser un poquito más felices. Y eso, felicidad, era lo que se veía en el rostro de las fans. Podemos ser todo lo cínico que queramos, pero ante esto no hay muchos argumentos.
Casi terminando el recital se me acerca una señorita, obviamente de prensa, y me pregunta si estoy cubriendo el recital para algún medio. Tan desubicada era mi presencia en ese lugar. Sí, fue mi respuesta a la joven periodista. ¿Para qué medio?, insistió ella. Para una página web, trate de sacármela de encima yo. ¿Cuál? Siguió ella. Para Encerrados afuera. Aclaré yo como para poner fin al diálogo. ¿Es una página dedicada al fenómeno del K-pop? Insistió nuevamente ella. Sí, claro. Fue mi respuesta final. Mientras me alejaba la vi escribir en su libretita el nombre de Encerrados afuera y al lado, la palabra Kpop.
Nos fuimos con Luna, quien ofició de fotógrafa, y mientras caminábamos por Bouchard hacia Corrientes, veíamos y escuchábamos a través de las puertas de entrada, a los Super Junior todavía despidiéndose de sus fans argentinos. Quienes suponemos, a esta altura ya lagrimeaban. Me pregunto hasta que hora se habrán quedado así, unos despidiéndose, los otros llorando. Afuera, decenas de padres esperaban a sus hijos y los manteros remataban los últimos restos de merchandising.
La visita de Super Junior, la primera banda de K-pop en poner un pie en tierra porteña, había llegado a su fin. El misterio de la atracción del K-pop en los jóvenes latinoamericanos seguía sin respuesta, pero nos íbamos -al menos- con algunas pistas.
A pesar del cansancio, Luna me dice en un extraño e inesperado giro étnico, que vayamos a comer comida china. Le digo que no, que por hoy fue suficiente y la convenzo de ir a Las cuartetas argumentando la cercanía de la pizzería porteña.
Mientras cruzamos Alem me pregunto si no habré llevado demasiado lejos mi amor por la cultura coreana.
La respuesta, como siempre, está soplando en ese vientito fresco que sube por la avenida Corrientes.
Marcelo Alderete
Fotos: Sung Moon (Luna)