Al mediodía encontré, después de 83 kilómetros de campo salpicado de selva aquí y allá, el parador en la ruta salvador. Me tomé tres cervezas, me comí un pollo frito y después de un buen rato de descansar con los ojos abiertos me compré un salame de campo y salí. Hacía mucho calor y el camino, lento pero sin pausa comenzó a subir; también comenzó a soplar viento Sudeste. Después de un rato sentí que la energía se acababa otra vez y está vez de verdad. Los pensamientos empezaron a llevarme a otro lado. Ayer escribieron Fabio y Renato. Me enviaron fotos; Renato del Yacaré de fuego; Favio del Urubú Real. Ying Yang. El yacaré que todos vimos en ese momento justo de la noche, en medio del lecho del río casi seco donde estábamos; y el pájaro verdadero, que descendió majestuoso la mañana siguiente y se posó en el acantilado para que todos despertáramos. A Renato lo encontramos durmiendo en su camioneta en la oscuridad total en la entrada de la picada. Yo estaba tan agotado que no podía saber qué hora era y cualquier medida de tiempo me era idéntica y sin sentido. Había pedaleado el día entero para llegar al pueblo y encontrar a Fabio, Danilo y al famoso Víctor que ya estaba en el hotel. Llegué con la última luz, molido y feliz por haberme abierto paso en el laberinto de tranqueras y caminos que salían para todas partes. Fabio Y Danilo llegaron desde Rolim De Moura medía hora después y con la idea de salir esa misma noche para comenzar a caminar la mañana siguiente bien temprano. Yo no podía pensar y tan solo me dejé llevar. Eso sí, me crucé a un tenedor libre frente al Hotel y comí como un animal. Hicimos tres horas de ruta, atravesamos una reserva indígena y alcancé a ver un cartel que decía Bolivia. Después, Renato en su camioneta, armar la carpa como un zombi y caer muerto hasta escuchar a Víctor despertándome, ¨argentino, argentino¨. Desarmamos todavía de noche, fumamos el primer porro del día (el grupo fue bautizado por mí como ¨los biólogos fumetas¨) y ya clareando salimos. Para mí el tiempo todavía no tenía medida y seguía muy agotado. La noche anterior había dormido en un puesto de estancia que era como una frontera entre un extenso campo de soja y la selva densa y misteriosa. Me alojaron unos puesteros amables, me dieron de comer feijoada preparada en un fogón y el cachorro me robó la zapatilla que recién apareció la mañana siguiente. Fue toda una escena el buscarla en la oscuridad rodeado de una extensa selva y la nada; entre los rastros del onza y las historias recién contadas de una serpiente larga y mortal que ataca de noche. Para llegar al pueblo, 140 km más adelante, crucé el río Cabixi, vi aves de diversas clases y me metí por un camino de ¨innumerables tranqueras¨ como me dijo un tipo que pescaba con un piolín. Cuando llegué al camino verdadero y pensé que ya estaba todo cocinado, el calor apretó mal y el ripio se transformó en un arenal como para darme maza. Así y todo llegué a nuestra cita.
Al primero que conocí fue a Fabio la semana pasada que comenzó a charlarme desde su auto cuando yo llegaba por fin a Rolim. De golpe, lugares de los que jamás tuve noticias se transforman en la meca; el objetivo, el horizonte para alcanzar, mi propia idea regulativa de la razón pura. Habían sido otros cuantos días por caminos de tierra perdidos, fazendas, selva y palmares hasta la ahora famosa ciudad. El camino me lo había indicado un mecánico de motos amable que me llevó a su taller, me preparó un desayuno y me regaló una remera. Charlamos un rato con Fabio y me contó que él estaba trabajando en la ciudad. Volvimos a encontrarnos horas después en la puerta de su hotel como si estuviera esperándome y ya después fue imposible no tomarnos unas cervezas. Me presentó a Danilo, experto en águilas arpías, el ave de presa más grande del planeta, y al fin de la noche el encuentro para el fin de semana siguiente estaba organizado. Antes de despedirnos dimos vueltas en los límites del pueblo en camioneta (Rolim a fin de cuentas es un pueblo grande y ordenado)fumando porro y pensando en nada. Me iban a mostrar un centro del mundo. En medio de una planicie rodeada alguna vez solo de selva se levanta una meseta que se ve desde lejos y desde todas partes. Es muy verde, esconde cañones profundos que nadie ha visitado y caídas de aguas hacía todos sus lados. Del otro lado está Bolivia y un parque Nacional grande como varios países, sin caminos y casi inexplorado. Me llevaban allí porque así son las cosas. Renato trajo una botella de ayahuasca que viajó tres días en un bote en la frontera con Perú. La subida era de unas tres horas, el calor llegó rápido y cuando llegamos no había casi agua en la cascada que cae unos trescientos metros. Danilo estaba algo desilusionado. Para mí todo era un regalo.
Armamos campamento sobre el lecho del río y casi sobre la cascada misma a unos cincuenta metros del acantilado que daba pavor y vértigo de tan solo acercarse. Nos bañamos en los pozos de agua cristalina y dormimos todo lo que pudimos y el calor nos dejó. Nunca recuperé la noción del tiempo hasta que llegó el atardecer y los vencejos.
En este año que termina, antes de conocer a batichica, conocí a gatubela, siempre impredecible, sensual y descontrolada. Una noche dormimos en la terraza de Boedo y nos despertamos con el milagro de las golondrinas revoloteando y haciendo sus picadas. La ciudad también tiene sus amaneceres. Este pequeño hecho nos juntó por un buen rato y quien sabe por cuánto más todavía. Ahora, de la forma más natural del mundo, después de cuatro meses y cinco mil km llegué yo también al lugar donde todas las golondrinas llegan; cada día. O los vencejos, sus parientes aún más salvajes. Eso pensé apenas las vi formando nubes en el cielo sobre el cañón. Nunca vi algo así. Nadie vio nunca algo así. Pensé en gatúbela que me había escrito hace poco. Un millón de pájaros acudiendo a la cita del atardecer para bajar en picada a la cueva allá abajo detrás de la cortina de agua. Las nubes se hacían y deshacían y cuando la luz ya era poca aparecían en el cielo como cayendo desde la nada misma. Todos creíamos que la ayahuasca no nos había hecho efecto. Porque todos esperábamos otra clase de alucinación. Renato, el ser perfecto entre dos mundos, fue nuestro shaman. Ojos y cejas de Madame Sata, una alegría incontenible, un cuerpo sensual sin sexo. Cuando nadie se quería mover del acantilado encendió el fuego y todos nos tiramos sin hablar con la cara al cielo. La energía bajo y subió; dormimos y despertamos, apareció el yacaré de fuego, apareció más tarde la luna. Todo el tiempo pensábamos que éramos nosotros; que se cumplían nuestros deseos uno a uno; que le mundo era una trama sutil y perfecta. Danilo me contó que hay una clase de vencejo, de la cual el macho, una vez que aprende a volar, no para jamás hasta morir. Come, duerme, copula en el aire. Muere en el aire también. Claro.
El algún momento nos fuimos a las carpas y a la mañana siguiente al primero que vi fue a Fabio calentándose junto al fuego. Nos fuimos al cañón con la primera luz y esperamos verlos salir de la cueva pero ya se habían ido. En compensación el buitre blanco, de pico amarillo y naranja y un ojo que parece pintado se posó en el borde del acantilado para devolvernos a la realidad de la selva. Bajamos mucho más rápido y ahora vi el camino que hicimos durante la noche. Pasamos por una pequeña ciudad que alguna vez fue la capital de Brasil cuando por aquí se buscaba oro y diamantes y nos paramos en una estación de servicio en un cruce. Estábamos todos cansados y nadie hablaba; la energía se había disipado y transformado quién sabe en qué. Nos despedimos de Renato y un poco más tarde vimos el atardecer en la ruta.
Dj malhumor
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