miércoles, febrero 5

La vida secreta de los sillones

Es curiosa la vida autónoma de los objetos. Hubo un momento de mi vida en que me encontré regalando cosas. Le regalaba cosas que habían pertenecido a una ex a una nueva pareja. Le regalé sombreros, macetas, cacharros, cuadros y en especial, un par de sillones. Me preguntaba mientras lo hacía qué podía significar eso. Le regalaba cosas para su nueva casa a la que se estaba mudando. Cuando esa casa estuvo lista yo desaparecí. Es mi estilo. No es la primera vez. Lo hice, una dos, ahora tres veces. Dejé cosas de mi pasado en casas que no iban a ser mías. No podían serlo desde el inicio. No iban a serlo desde el inicio. Eso es algo que sobrevolaba pero de lo que ninguno de los dos decía nada. Nunca y cada vez. Para ser justos estos sillones de los que hablo; que Carolina dejó atrás en su apuro por irse, fueron parte de un trueque. Dos sillones de líneas sencillas y elegantes por una salamandra. Cuando una noche junto al fuego en La Paloma me pregunté qué iba a quedar de esta nueva relación que ya se terminaba vi (y cuando digo vi lo vi, no es una metáfora de ninguna clase) esos sillones en la casa de Silvana; en ese living blanco; relucientes y con una vida que jamás habían tenido en mi casa llena de objetos donde vivían asfixiados. Y vi la salamandra en mi terraza también brillando de algún modo. Ambas habitaciones estaban vacías pero irradiaban felicidad. Tal vez nosotros estábamos en un tercer lugar, no lo sé. Lo que sé es que esa visión me dio tranquilidad para la ruptura que llegaba inexorable como la lluvia de esta noche. Carolina a su vez se había llevado algunos de mis muebles. Una mesa de Mayra entre otras cosas. Yo la dejé ir, a la mesa, porque Carolina siempre había querido algo de Mayra y me parecía bien. ¿Qué podía significar eso? Tampoco lo sé. En todo caso los significados no pertenecen a la clase de cosas que se saben. Los significados están ahí para multiplicar el mundo; hacerlo más rico y misterioso. Eso creo.

Llegué a este camping junto al río después de muchos kilómetros de pedalear por el campo. Primero fui por un camino que serpenteaba entre Brasil y Uruguay. Literalmente. Los mojones de la frontera aparecen a un lado y el otro. El camino a su vez trata de contornear los límites de una cuchilla. Una llanura en las alturas con el cielo ahí a mano y cada tanto, como para recordar que en verdad estamos arriba, un borde. Allá lejos la quebrada del Lunarejo. Esa noche dormí en un galpón de un rancho rodeado de los perros. El día siguiente llegué a un pueblo que yo creía uruguayo y resultó ser brasileño. Me sentí el Mariachi al entrar al almacén y preguntar en qué país estaba. Seguí andando y después de bastante llegué a otro pueblo que parecía una aldea feliz. Un pueblo de gauchos rodeado de vacas y caballos. Acampé en la escuela y enseguida estuve rodeado de adolescentes que querían sacarse fotos conmigo. Otro día más por caminos de tierra y por fin el río Agapey y una aldea termal a la que llegué desde el mar. Borges decía que los ingleses tienen el mar y nosotros la pampa. Tanto se parecen. Las casas lejanas parecen barcos y los lugares para subir el ganado que aparecen aquí y allá se llaman de hecho embarcaderos. Eso pensaba mientras andaba. Al llegar al pueblo, que más bien es un conjunto de cabañas y hoteles, en el camping aunque era uno solo me cobraron por dos. Porque es así. Y me dieron dos pulseras de identificación y todo. ¿Qué significaba eso? ¿Qué Silvana debía estar aquí cómo habíamos planeado? ¿O qué yo no debo andar solo? ¿O no significa nada como la luna sobre el río, simplemente bella? Eso sí; me dio mucha risa. Sí, da risa me dijo el empleado; pero acá es así y le tengo que dar las dos pulseras. Si hay algo que el uruguayo no tolera es desperdiciar. Mientras salía me dijo, ¨Encuentre a alguien y lo invita¨. Dj Malhumor

1 comentario:

Anónimo dijo...

es arapey, no agapey