domingo, junio 30

Lo mejor de Glastonbury 2013

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Nos hubiera encantado estar ahí. Tres días durmiendo en una carpa rodeados de gente con espíritu festivalero agitando sin parar, tratando de movernos con nuestras botas para lluvia en una marea de zombies de un escenario a otro. Pero eso sí, viendo a una gran selección de las bandas más grossas del momento, y por "momento" entiendase que hablamos de las últimas tres o cuatro décadas. No pudimos ir, pero lo vimos por TV, o por internet, que ya es lo mismo. De las 700.000 horas de video que transmitió la BBC, esta es nuestra selección de los momentos que más disfrutamos.

jueves, junio 27

Before Midnight: Después de todo

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*¡ATENCIÓN!* *¡SPOILERS!* *¡DE GRAN CALIBRE!*

“Yo podría haberlo hecho mejor, vos podías acercarte a mí”. Perdón, perdón, ya sé que a todos les parece una grasada “Fue amor” de Fito Páez. Pero en algún lugar, esa tonta canción de amor que una vez me emocionó me va a emocionar siempre. Siempre es 1990 en algún lugar cuando escucho a Páez.

Y siempre es 1995 en algún lugar cuando veo a Jesse y a Céline. Él tiene unas arruguitas preciosas que lo hacen todavía más lindo; ella engordó un poquito. Pero son ellos, se miran y se hablan y se chucean y son ellos por siempre, sexis hasta la parodia y mucho más allá. Y de este lado de la pantalla sentimos que somos nosotros, más arrugados y más gordos y más cínicos y menos esperanzados y creyendo menos en el cine y en todas las otras formas del amor, mucho menos, pero todavía en algún lado somos nosotros. Hasta la parodia, y si fuera posible, un poquito más allá también.

Hay tantas cosas para criticarle a Before Midnight. En mi lista, antes que nada, que cumpla con el cliché machista de convertirla a ella en una loca gruñona y resentida, mientras él sigue siendo más o menos un encanto, a su eternamente adolescente estilo. Nos cuesta perdonarle los clichés a Linklater. ¿Pero qué nos creíamos? ¿Acaso el amor era una idea completamente original inventada por él? Bueno, sí, creo que nos creíamos eso. Se llama tener veinte años.

Y después, claro, es imperdonable que mancille nuestros recuerdos y fantasías -siempre ideales- con el barro de una concreción. Otra vez estamos nadando en clichés, y es imposible decir aquí nada que no se haya dicho mil veces en las revistas femeninas: nunca, jamás, la concreción del deseo es tan buena como el deseo. Esa era la magia de Before Sunrise, que nos duró casi una década: no hay mejor amor que el amor imposible, imaginado. No había facebook en 1995 pero sí había teléfonos; Jesse y Céline eligen premeditadamente ignorarlos, y confiar solo en la épica de su amor y en el azar, de puro noveleros que son. Él ya es o quiere ser un escritor; ella ya se enamora de eso. No quieren pareja, quieren magia. Nosotros también.

Ya fue duro aceptar Before Sunset, nueve (¡¿nueve?!) años después. Fue duro porque nos enfrentaba a la verdad. Esos diálogos eternos, bueno, sí son un poco aburridos, y ya lo eran la primera vez (sólo que entonces éramos jóvenes y épicos y más calientes y vírgenes de cine y amor y todo). Pero la escena final, ese “Baby, you’re gonna miss that plane” lo paga todo. Él dice “I know” con esa sonrisa, Linklater funde a negro y nosotros nos derretimos de amor y de deseo y de impaciencia, porque ellos son tan lindos y su conexión se siente tan clara y tan sexy que nos toca a todos, y nos permite soñar que aunque hayamos pasado los treinta todavía nos puede salpicar algo de magia.

Pasaron (¿¡cómo?!) nueve años más. Before Midnight es una película sobre el paso del tiempo, y lo tematiza de forma demasiado explícita. En medio de la caminata, Céline plantea que quizás no sea cierto que la gente cambia tanto; que puede que seamos los mismos toda la vida. ¿Sería bueno eso? Linklater es fiel a sí mismo, y en ese acto nos traiciona. Hay veces que la única manera de mantenerse igual es cambiar. Él no se priva de nada: fotografía morosamente paisajes griegos como si nadie lo hubiera hecho antes, se solaza en eternas sobremesas mediterráneas con peroratas sobre lo femenino, lo masculino y las claves del amor. En sus largos diálogos y sus bajadas de línea obvias, nos hace sentirlo viejo. O sentirnos viejos nosotros, que es peor. Y, sin embargo, aquí estamos, porque no hay nada más lindo que un cliché bien contado, y a todos nos gustan las playas griegas, los chicos y chicas lindos y las historias de amor.

De manera un poco demasiado forzada, los diálogos van reponiendo lo que nos perdimos de las vidas de Jesse y Céline en los últimos nueve años. Nos dicen más de lo que necesitábamos saber. Están juntos, pero han pagado caro por su audacia; nadie sale indemne de la tremenda osadía de concretar un amor ideal. Él ha dejado a su hijo en otro continente, y lidia con esa culpa cada día. Ella se siente asfixiada por la maternidad, y ve al mundo como un sistema de sometimiento. Aprovechan una noche a solas para ventilar sus pequeñas miserias, y entonces bum: fin del truco de magia para dar paso a un truco de magia aun mayor: hacer de ellos una pareja como cualquier otra. Céline y Jesse peleando porque él deja todo tirado y ella siempre tiene que hacer la cena. Céline y Jesse transmutados en Marge y Homero.

Claro que odiamos a Linklater por hacernos eso. ¿Cómo se atreve? Si para mostrar la erosión de la vida cotidiana sobre el amor ya están tantísimos otros, y nosotros mismos. ¿Qué necesidad había de una tercera película, incluso una segunda? Jesse y Céline son nuestros Romeo y Julieta. Preferimos verlos muertos, o separados, antes que ahogados en crisis de los cuarenta y mediocridad conyugal.

Pero al mismo tiempo, no podemos evitar ver la película, como ese encuentro con un ex que sabemos que terminará mal pero no hay cómo esquivar. Al fin y al cabo, todo lo que termina termina mal, porque el amor cuando no muere mata, etcétera etcétera, complete con su canción grasa favorita. Before Midnight, mal pero bien traducida en algunos países como “antes del anochecer”: se nos viene la noche, y antes de que llegue tenemos esto. Estas horas, estos años. Lo que hay.

Y en estas horas, en estos años, hay algo de felicidad en volver a ver a Jesse y Céline. Aunque no estén a la altura de su mito. ¿Quién lo está? Es bueno ver que hay vida después de los años, los hijos, las arrugas. Aunque sea una vida más matizada, con obligaciones, con sentimientos encontrados, con cansancio y peleas idiotas. “Esto es amor real”, dice Jesse. Con acento en la erre. Y nos hace soñar, porque si hasta la más idílica de las parejas discute por quién levanta la mesa, quizás nosotros también podamos tener nuestros momentos. Porque ellos, ay, siguen siendo ellos. Tan tremendamente sexis con sus kilos y sus arruguitas. Y hasta ellos, cuando las papas queman, eligen refugiarse una vez más en su parodia de sí mismos. Juegan a la rubia tonta y el escritor seductor y son tan hermosos que se perdonan todo, les perdonamos todo por seguir mirándolos y que sea 1995 un ratito más.

miércoles, junio 26

Las Liebres

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La mañana siguiente cuando abrí los ojos el sol ya estaba arriba. Para mi sorpresa el tren corría paralelo a una serranía y mientras el rocío matinal empezaba a elevarse (el tiempo de la heladas ya había quedado atrás) por el campo corrían la liebres. El contraste no podía ser más grande con la oscuridad y sordidez de la noche anterior en la estación de Constitución. Y un poco más atrás todavía con las peleas constantes y la tristeza de la incomunicación que me habían decidido a irme. No es que no me iba a ir de todas maneras. Las liebres corriendo para todos lados por el campo. Un espectáculo inesperado del que tiempo después, por la alegría que entrañaba, me entraron las dudas. ¿Habré visto bien? ¿Cómo es posible que la separación entre la desazón y la vida que vuelve al cuerpo sea tan solo un pasaje de unos pocos pesos? ¿Cómo es que nadie me habló de esas montañas y su belleza? Después llegó Bahía Blanca y otra visión fantasmal de dos ciudades separadas por un río y la estepa pedregosa y las ballenas. Después vinieron más aventuras; después bajar el río Chubut en un bote y encontrarlos a Xevi y a Mario y llegar a Río Gallegos en un camión. Supongo que toda mi vida futura estaba allí en esas liebres. No me había subido a la bicicleta todavía; no del modo en que lo hago ahora. En un cruce de caminos llegué al paraje El Campamento donde hay dos casas, un galpón enorme y un almacén donde me tomé una cerveza bajo la mirada atenta de la almacenera que no me quería dejar solo en las mesitas. No sé si por cortesía o por miedo de que me llevara algo. A medida que pasan los días voy tomando un aspecto que yo llamo efecto Shackleton pero que para muchos es simplemente el de un vagabundo. Para la mayoría de las personas la diferencia está en si por andar recorriendo caminos en bicicleta soy recompensado por un salario, prestigio de alguna clase o algo. La visión de las sierras de este otro lado es soberbia. El sol ya se fue pero queda un resplandor anaranjado en el horizonte que vuelve al cielo más claro. Hace mucho frío. Así y todo saco valor y le digo a la almacenera que me llevo la cerveza a la carpa. Antes de irme me dice que si Ricardo Iorio sale de la casa y me dice algo le diga que ella me dio permiso para quedarme. ¨Ah, Ricardo¨ le digo. En verdad ya había leído de otro ciclista que se había quedado encajado en el barro un día de lluvia y que no solo durmió en la casa de Iorio sino que le hizo torta fritas para el desayuno y le cantó canciones de Larralde. Pero no sabía que era allí, dónde llegué por casualidad, en ese paraje tan desolado como hermoso. El cielo me invita a quedarme y me quedo un rato afuera. Ahí, estando. Desde donde estoy puedo ver algún paisano viniendo en un auto destartalado a buscar vino. Y después una moto que pasa y puedo seguir; el ruido y las luces en la completa oscuridad, como si fuera una película. Tal vez ese tipo pasa por ahí todas las noches y avanza en el camino desierto con el viento en la cara cada vez. Por alguna extraña razón esa visión me llenó de recuerdos. Como si el rollo de momentos vividos que llevo en mi cabeza empezara a desplegarse y proyectarse. Justo lo contrario de esa experiencia cotidiana de ser tan solo un punto de condensación donde pasado y un futuro que apenas se puede proyectar se juntan. Vi todo el trayecto que hizo el tipo en la moto. Pegó una curva más adelante y seguramente entró a una estancia. La luz de los faros. El campo oscuro como un océano. Yo en la orilla. Después volví y me metí en la carpa y en la bolsa. Soñé que yo era Daniel Denett.
Dj malhumor

Nuestros años felices – Jean-Luc y François (II)

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Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. Así que esto no es una segunda parte de aquel exitoso post publicado anteriormente en Encerrados Afuera, llamado Nuestros años felices – Jean-Luc y François (que pueden leer por aquí), en donde contábamos la atribulada relación entre Godard y Truffaut, si no un simple agregado. Al que esperamos se sumaran otros.

Anne Wiazemsky debutó en el cine a los 16 años a las órdenes de un tal Robert Bresson. La película es cuestión se titula Au hasard Baltazar (1966). Este dato sería suficiente para reservarle un lugar destacado en la historia del cine. Pero eso no fue todo en la vida de esta niña de familia bien. Ese mismo año, después de escribirle una carta de admiración (y enviársela a la oficina de la revista Cahiers du cinema), conoce a Godard y un año después, se casan y filman La chinoise (1967). La carrera de Anne continuará en los años posteriores, no sólo como actriz, sino también como guionista, directora y escritora.

Aquí nos detenemos en la biografía de Anne, ya que parte de este material formará parte de un próximo post, que, a pesar de no existir, ya tiene título: La(s novela(s) de Godard). Próximamente en su blog amigo.


El extracto a continuación, pertenece a su libro titulado Un año ajetreado (Une anneé studiese, en francés). Libro en el que Anne cuenta su educación sentimental de la mano del temible JLG, de quien la separaba, entre otras cosas, una diferencia de 17 años, mientras en el ambiente, todo se preparaba para la bienvenida del mayo francés.

En una salida social, como estrella invitada en la novela, hace su aparición François Truffaut. Anne, en el estilo cándido que atraviesa todo el libro, escribe lo siguiente:

Conocer a François Truffaut en su despacho de Les Films du Carrosse me intimidaba, pues lo admiraba muchísimo. Pero se mostró acogedor y cordial. Al igual que Jean-Luc veneraba a Robert Bresson. Me hizo preguntas sobre él y sobre mí. Le complació saber que yo estudiaba filosofía y había leído muchos libros. Me atreví a decirle que había visto todas sus películas y que me entusiasmaban, sobre todo Jules y Jim y Los cuatrocientos golpes. Se levantó y eligió dos libros de su biblioteca, que me regaló: Dos inglesas y el amor, de Henri-Pierre Roché y Les enfants de la justice, de Michel Cournot. Luego fuimos a comer a un restaurante ruso frente a su productora. La conversación entre él y Jean-Luc fue animadísima, brillante y divertida. Al separarnos, me dijo: “Gracias por haber entrado en la vida de Jean-Luc. Hacía tiempo que no lo veía tan feliz, y hasta diría que lo veo así por primera vez.” Y añadió, dirigiéndose a Jean-Luc: “¡Es cierto, la compañía de Anne te hace ser casi simpático!”.
Tiempo después, al oírme hablar una y otra vez de aquel “maravilloso encuentro”, Jean-Luc me preguntó un tanto inquieto: “No irás a enamorarte de Truffaut, espero”.


Y así, con un Godard dudando del amor de su pequeña Anne en manos de su eterno rival, nos despedimos con un nuevo agregado a esta batalla que, a pesar de haber terminado hace tantos años, continúa por otros medios.

Hasta la próxima.

Marcelo Alderete


lunes, junio 24

Vida de Cannes IX: Qué azul era mi valle...

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Inesperadamente y a pedido de nadie, retomamos las crónicas caninnas.

Antes de que empiece el festival de Cannes, escribí con bastante poco entusiasmo sobre la nueva película de Abdellatif Kechiche, llamada en francés La vie d'Adèle, chapitre 1 y 2 (Blue is the warmest color, en inglés). Obviamente no había visto la película, pero mis sospechas estaban fundadas en la filmografía del realizador. Una vez que la película fue proyectada para la prensa (la primera función es siempre para ellos), la mayoría de los críticos salieron festejando el film como una verdadera obra maestra. El mismo día, cuando la vieron el resto de los mortales, la opinión fue la misma. Se trataba de la mejor película en la competencia oficial y ya mismo deberían entregarle la Palma de Oro. Debido a mis tareas festivaleras, que suelen ir en contra de las premieres y funciones de gala, vi la película en cuestión varios días después que todo el mundo –literalmente- la declarara la obra maestra del festival.

Por motivos que desconozco (ya que no soy crítico, sino programador y a duras penas), el crítico y periodista Diego Lerer siempre me invita a participar de la encuesta que desde hace unos años viene realizando durante el festival caninno. Allí se va puntuando a las películas a medida que se presentan. El problema de esa lista es que incluye a demasiada gente, para tener sentido, debería ser más rigurosa en cuanto a los participantes elegidos. Algo que obviamente llevaría a mi exclusión, pero sería un acto de justicia por el bien de la lista y su utilidad.


Después de ver La vie d’ Adele, dude sobre la puntuación que debía darle a la película. No me parecía una obra maestra ni una mala película (aunque su lugar se encontraba más cerca de esto último), pero tampoco me despertaba ningún entusiasmo en particular. Lo poco que me interesaba la historia, se veía compensado por la belleza de sus protagonistas. Mi puntuación entonces fue un 6. Apenas pasaron unas pocas horas para que varios conocidos me reclamaran esa puntuación que yo, recordando épocas de estudiante, suponía un aprobado más que digno. Pero por las reacciones ocasionadas, parece que un 6 era un número inapropiado, como también lo era mi actitud. De seguir así, dijo alguien, iba en camino de convertirme en “el snob del día después”. Lo de snob, lo acepto como un elogio, ahora lo del día después, me dolió profundamente. Sobre todo porque como snob, no hay nada más imperdonable que llegar tarde.

La vie d’ Adele cuenta la historia de amor entre dos señoritas (jóvenes y hermosas). Está basada en un comic o historieta (como se decía en mi época), y de ahí sale su título internacional en inglés. La película mezcla un poco de Maurice Pialat (ver A nos amours), una puesta en escena que remite directamente a los hnos. Dardenne, y tiene dos particularidades pensadas para llamar la atención: primero su duración de casi 180 minutos y segundo unas escenas de sexo entre sus protagonistas, de una intensidad (y extensión) que no suelen verse en el cine mainstream.


Entonces, lo dicho; la película está bien, pero desde cierto cálculo. La historia no es original, pero hay sexo, sus jóvenes protagonistas son encantadoras (el truco más viejo de todos), su puesta en escena es moderna (con una cámara que está ahí, siempre atenta y remarcando los más mínimos detalles de lo que ocurre), y el director se toma el tiempo para capturar el transcurrir de la vida de sus heroínas, la hace con brío, vitalidad y bastante trazo grueso. No es poco para lo que fue la programación de Cannes de este 2013. Y sin embargo…

El final de la historia termina con Kechiche y sus chicas, Adèle Exarchopoulos (sí, la vida de Adèle) y Lea Seydoux, llevándose la codiciada (y anunciada) Palm d’or. 


Una vez ocurrido esto, alguien comparó el triunfo de Kechiche con el de Apichatpong Weeresathakul en el 2010 con Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives. Recuerdo la sorpresa que causó el triunfo del tailandés, pero no que alguien la haya dado como ganadora previamente. Pero esto no es lo único que separa a estas obras y sus directores. Es fácil rastrear de donde proviene (y hacia dónde va) el cine y el imaginario de Kechiche, algo que es imposible con Weerasethakul.  Basta ver el trazo grueso (gruesísimo) en la escena en la que las futuras amantes se cruzan por primera vez. En un caso se trata de un verdadero creador y en otro, de un hábil (no sé si noble, esto lo veremos más adelante) artesano. Cannes puede ubicar a ambos nombres en una misma categoría y hacernos pensar que se trata de lo mismo. He aquí su poder.

A partir de aquí, vienen una serie de datos (arbitrarios, ridículos y paranoicos, claro, para eso estamos en un blog) que aumentan mi desconfianza en La vie d’ Adèle, su director y todas esas cosas que ocurrieron en el festival de Cannes hace ya más de mil años...


- Abdellatif Kechiche empezó su carrera como actor (repito: actor, empiezan las sospechas), para más tarde dedicarse a la dirección. Su primera película fue La faute à Voltaire (2000), dura 130 minutos y trata sobre inmigrantes africanos en Francia. Más tarde siguió L’esquive (2003) y sus 117 minutos, que se vio en el BAFICI y hasta recibió un premio. Quizás se trate de su mejor película y, como suele ocurrir, la que muestra los alcances y límites de su realizador. Su consagración llegó con La graine et le mulet (2007), duración 151, ganadora del premio Cesar (equivalente francés a nuestro Cóndor de Plata, je) a su guión, actriz promisoria –o algo así-, dirección y película. Vénus noire es del 2010 y dura 162, fue un paso fallido, al menos en relación a premios o, quizás, simplemente Kechiche estaba tomando impulso (o estudiando sus errores) para su consagración mundial con La vie d’ Adèle. La duración de esta última es de 179 minutos (o 177, varía según las fuentes). Obviamente, a AK le gustan las películas largas.

- Un chequeo rápido en IMDB nos muestra que con sólo 5 largometrajes, Kechiche cosechó 36 premios en diferentes festivales y esas cosas. Es probable que se trate de un récord. Si el cine fuera un deporte, Kechiche sería un atleta de élite y millonario. 


- Pensando en las comentadas, y bastante espectaculares escenas de sexo (hay algo de viejo voyeur obsesionado con la belleza de sus actrices, en la forma en la que están rodadas estas escenas), no seré yo quien se queje de esto ni tire la primera piedra, le dejo la palabra al (cuando me conviene) amigo François Truffaut:

Esta es la ley del cine normal y el cine tramposo. El cine normal, el de Louis Lumiere, necesita un mínimo de elementos para emocionar. El cine tramposo, para paliar la falta de talento, echa mano de peleas violentas y falseadas, de escenas eróticas y de diálogos teatrales.

- En cuanto al realismo de las escenas eróticas y el nivel de exposición al que se entregan las actrices en la película, no me sorprende. Creo que los actores son una raza dispuesta a todo y que no falta mucho para que uno de ellos se mutile en cámara o algo peor. Obviamente, dichas escenas son lo mejor de la película. Lo dicho: actores...


- Léa Seydoux fue tapa de la edición francesa de Les inrockuptibles, número que salió antes de que comenzara el festival. El terreno se estaba preparando para la película y para terminar de transformar a Lea en la nueva actriz francesa de moda. Joven, bella y con aires de chica moderna, Léa no se privó de llorar en la conferencia de prensa de la película. Repetimos, por si no quedo claro: actores...

- Durante los días del festival se entregan gratuitamente varias revistas, desde las Variety a Hollywood Reporter, hasta otras más ignotas. Entre ellas, mi favorita se llama Gala, que se encarga de informar sobre la farándula asistente a Cannes. Está llena de fotos de ricos y famosos y es, básicamente, la revista Hola en versión caninna. A pesar de tanta frivolidad, ellos también tienen su encuesta de críticos (nombres bastante ignotos) y en esa encuesta también todos declararon a La vie d’Adèle como obra maestra y ganadora indiscutible.  


- A la hora de los agradecimientos, Kechiche nombró a Claude Berri (un productor y director de qualité fallecido en el 2009 y un prócer para algunos en la historia del cine francés, la más oficial, claro) y a Wild Bunch (agentes de venta internacionales que también participan en la producción de algunas películas). Como a la mayoría de los agentes de venta, primero les interesa el dinero y después las películas. Aunque también hay que decir que en su catálogo se encuentra Film Socialism (2010). Con eso, los muy malditos, ya se ganaron el cielo.


- La empresa que adquirió los derechos de distribución de La vie... para la Argentina, es la misma que se encargará de llevar a las salas una versión restaurada y con escenas en 3D de Los bañeros más locos del mundo, de Carlos Galettini.

- Un dato que, creo, todos pasaron por alto, en La vie d’ Adèle actúa Alma Jodorowsky, nieta de Alejandro Jodorowsky. Desconozco el significado de esto y también el de la presencia multitudinaria, en cuerpo y espíritu, de la familia Jodorowsky en esta pasada edición del festival de Cannes. 

Y con este misterio, me despido de esta nueva y atrasada crónica caninna. Espero volver pronto con menos arbitrariedades y más alegría.

Nos vemos.

Marcelo Alderete


miércoles, junio 19

La noche era joven - Mala sangre de Leos Carax

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La buena salud del cine francés es capaz de producir un cineasta tan determinado como Carax y una película tan inquietante, exasperada y conmovedora como Mala sangre. - Serge Daney

Hace mucho tiempo, en un país llamado Argentina, las películas de Leos Carax tenían estreno comercial. Así fue como, en algún momento de la década loca de los 80, pudimos ver Mala sangre (The night is Young, fue el título que utilizaron en UK) en un cine de la calle Lavalle y salir sorprendidos y exultantes de una película que parecía un compendio adolescente de la obra de Godard. Un Godard for dummies (dijo alguien y no estaba del todo equivocado. To be young is to be sad, dice Ryan Adams y de ahí, solo un pasito a ser tonto), pero en ese entonces no sabíamos tanto de Godard, como hoy, que creemos saberlo (casi) todo.    
Antes de la explosión del VHS (no voy a hablar aquí de la Generación VHS, lo juro), la obra de JLG era un gran hueco en nuestra cinefilia, apenas si habíamos visto alguna de sus películas. Sospechábamos la influencia, pero era otra cosa lo que nos tomó por sorpresa de Mala Sangre. Quizás fue ese romanticismo a prueba de todo. Esos amores imposibles que sin embargo no se niegan a ser eso: amores e imposibles. O fueron sus protagonistas (en ese entonces rostros desconocidos) Dennis Lavant, Juliette Binoche y July Delpy, quienes corren desesperados durante toda la película en busca de ese amor que está todo el tiempo a la vista, presente y sin embargo empeñado en escaparse.


El resto del elenco no era menos sorprendente y canónico: Michel Piccoli (Godard, claro, pero también toda la historia del cine francés moderno), Serge Reggiani (por si faltaba un guiño a la historia del cine) y Hugo Pratt (el verdadero padre de la aventura, una aventura que ya empezaba a ser imposible), en papeles de gánsteres que ven como el mundo que habitan (el cine que habitan) ya empezaba a desaparecer.
La historia de Mala sangre es simple. Alex, un joven de pasado turbulento e hijo de un afamado ladrón, hereda el lugar de su padre en el último robo de una banda de malvivientes más cerca del ocaso que de sus mejores momentos. En el camino, huye de un amor para terminar encontrándose con otro (posible el primero, imposible el segundo). El objeto a robar es un antídoto contra una enfermedad que contrae la gente que hace el amor sin estar enamorada. Todo es movimiento, fuga, y escape en esta película, y momentos y frases epifánícas.


Alex huyendo de su novia y logrando escapar con la ayuda de un guarda de subte. Alex imitando a un bebé para, inmediatamente, salir corriendo por las calles de una París recreada en estudio, al ritmo de Modern Love de David Bowie (escena recientemente homenajeada en Frances Ha). Alex realizando trucos de magia y ventriloquia para consolar a su amor imposible. Y el final –inolvidable- con Binoche corriendo y su rostro manchado de sangre, mientras Delpy también corre en su moto. Y las frases, escuchen: "algún día me olvidarás"' le dice Alex a su novia abandonada, "un día. O dos"' le responde ella. "Tu sí que has encontrado... la sonrisa de la velocidad" (¿cómo saber, en ese entonces, que esa frase pertenecía a una canción de un tal Leo Ferré?), dice Alex, y realiza un movimiento con su brazo, rápido, torpe y moribundo, todo a la vez, para representarnos esa idea de la velocidad y la felicidad. "Trágate las lágrimas, trágatelas", le exige Alex a Anne, hablándole –literalmente- desde las tripas.


Hoy, por esas cosas de la vida, no voy a poder ir a ver Mala sangre que se proyecta en la sala Leopoldo Lugones (ver horarios aquí), pero no hace falta, al escribir y recordar estas escenas, todavía me acuerdo de aquella primera vez que la vi en un cine de la hoy extinguida calle Lavalle y (viejo nostalgioso lleno de lugares comunes) parece que fue ayer.
En ese momento no lloré viendo la película, pero fue solamente por hacerle caso al último deseo del moribundo Alex.


(Una versión diferente de este texto había sido publicado previamente en Encerrados afuera).

Marcelo Alderete

miércoles, junio 12

It's been a long time / a real long time

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Slowdive es Ushuaia, música que escuchaban algunos amigos, que me llegaba de rebote y heredé cuando se fueron yendo de la isla. Mojave 3 es el final de los 90, cds copiados y una cabaña rodeada de nieve. Y después es Buenos Aires, un discman mp3, trasnoches volviendo a casa en bondi. Siempre canciones que eran nuevas pero ya venían con recuerdos precargados. Halstead es el tipo que estaba detrás de todo eso. Una voz que aparecía cuando no estaban las chicas. Música para escuchar solo, medio alejandose. Una presencia inimaginable, nunca pensé como se vería el tipo, nunca busqué fotos de esas bandas ni recuerdo haber visto videos. Por eso al tenerlo a dos metros no me impactó tanto al principio. El tipo se sentó, se dio cuenta que hacía calor, se sacó el saco, afinó la guitarra. Y cuando empezó a cantar llegó el golpe. Esa voz cansada, amistosa, ese sonido dulce de la guitarra, la química de los pedales y las canciones como abrazos al alma. Y en el show recordé que estamos hechos de distorsión, ironías, chistes malos, cámaras que se mueven y también de canciones tristes.
Jota Pérez

martes, junio 11

In a Neil Halstead State of Mind

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Estábamos muy cerca suyo. Quizás por eso entrar en trance no nos costó mucho. No nos costó nada. Escuchar cómo su guitarra empezaba a tejer mundos, texturas, climas meteorológicos, miles de imágenes que tomaban forma fantasmagórica encima de su cabeza. Escuchar su partida quebrada rota autoexpiación. Escuchar sus confesiones, no en palabras, sino en notas musicales.
Neil Halstead estaba acá y nos decía, con la misma perplejidad que sentíamos nosotros, que nunca se hubiera imaginado que iba a terminar tocando en Argentina. Visitando Argentina. Hipnotizando a Argentina. Lo último no lo dijo, lo hizo.
Estaba acá y su presencia servía de salvoconducto para que volvamos a Slowdive y a Mojave 3, sus extensiones límbicas, sus hijos, sus otrosyos, sus aliases. Nuestras extensiones límbicas.
Neil Halstead se sentó -muy cansado, después nos enteraríamos- con su guitarra, su gorra de béisbol y su barba. Se sentó con absoluta humildad a abrir esos mundos. Se sentó con la paz absoluta y la seguridad del que sabe cuál es su misión. Preguntó con parsimonia cómo había salido un partido de fútbol y confesó lo leve, alegremente intimidado que se sentía. Después, con una cerveza de por medio y todo el cansancio, nos contaría que estaba acostumbrado a tocar en lugares bulliciosos, con gente hablando a todo volumen. Lo nuestro había sido raro: decenas de ojos mirándolo, silencio espectante y expectante. Eso fue antes de que una de nosotros -bella, misteriosa- le contara que había elegido su casa por culpa de él: de todas las opciones, sólo optaría por la que mejor funcione con su música como banda sonora. Y eso fue lo que hizo.  
Fue Neil el que abrió el juego, pidiéndonos que sugiriésemos temas. Return to Sender, gritamos, sin dejarlo terminar. Y así abrió un zigzagueante recorrido por toda su carrera, con alguna parada en estaciones ajenas, como DamienJurado-landia.
Fue Neil el que hizo que nos sintiésemos en comunión, como una unidad compacta, como una tercera persona del plural. Y no, no éramos nosotros contra él. Éramos nosotros con él.
La noche terminó en otro lado, en un bullicioso bar mexicano, con algunas cervezas de por medio. Neil estaba cansado pero quería hablar al menos un poco, preguntarnos por los que le hablamos al final del show, escuchar nuestras impresiones sobre lo vivido. No nos quedó otra que sacarnos una vez más el sombrero. No nos quedó otra que decirle todo lo aquí escrito. No nos quedó otra que agradecerle, profundamente, por una noche distinta. Tan distinta que sólo los que la vivimos -los de la tercera persona en plural- sabremos de qué se trata. Como verdaderas extensiones límbicas...

Neil

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Ahí estaban los tres CEOs de Encerrados Afuera en una noche esperada por años viendo a unos de los músicos más importantes de nuestras vidas. Como decíamos en un asado anterior sin siquiera sospechar que Neil nos vendría a visitar; Halstead es el músico que año tras año y renovación tras renovación del Mp3 o el formato que sea siempre está. Hace unos 15 años o más. Nuestro pulso. Slowdive; Mojave; Neil. Un concierto que recordaremos por años. Eramos menos de cien personas. Llevarla a Silvana era un poco hacer trampa; aprovecharme de la magia de otro. Hay muchas probabilidades de que me quieras un poco más después del concierto le advertí peró. And she did. Cómo no. Excusas para viajeros; durmiendo por los caminos; durmiendo con los ojos abiertos. Algunos nombres. Llegamos temprano y Neil, guitarra en la espalda, salía a buscarse un bar a dónde ver el partido; cómo es que no ganaron nos preguntó mientras afinaba. Una guitarra, unos pedales y una armónica que se le enredaba en la barba. Y allí, en ese eco, estaba Slowdive y los sonidos que nos hacen volar sin drogas. Aunque se habrá dado sus buenas biabas. Entonces el Mantra de Martha es mucho menos romántico y más duro: Lo único que le pregunté es si tenía un remedio para mi dolor/ oh, el dolor/ el cielo es el único lugar abierto cuando todos los bares de la ciudad están cerrados/ el cielo es el lugar que nunca encuentro. Eramos unos pocos afortunados. ¿Para qué más?? ¿No es acaso perfecto? Si; el lugar es chico y acogedor (salvo los precios de la carta que dan risa); somos un grupo de amigos; una reunión de egresados. ¿Puede ser mejor? Una tras otra las canciones que queríamos escuchar y pedíamos. Todavía no salgo del efecto residual de esa puerta abierta por un tipo que hace canciones y tiene una voz que viene de otro lado. Y que un tipo que no puede no gustarte y tan importante por lo que significó y significa para tantos otros músicos (la indietrónica nació de un homenaje a Slowdive escribió un crítico americano) pase tan desapercibido para la mayoría me deja sin palabras; me gusta y me asusta. ¿Cuál es el verdadero mundo? Si Neil Halstead llega casi a mi puerta, si nos podemos tomar un trago a la salida del concierto, si veinte años de una carrera que se reinventa cada vez y algunos podemos ser testigos; algo bueno, muy bueno; está sucediendo.
Dj malhumor.

viernes, junio 7

Otoño

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A Batichica le conté una vez en una de nuestras paradas en la ruta que mi abuelo italiano había nacido en un caserío en las montañas llamado Parana como el gran río Paraná solo que sin el acento y que eso era una coincidencia terrible y que explicaba mi fascinación por los ríos y los espacios abiertos. Batichica me dijo al instante que estaba completamente loco y que mi manera de razonar explicaba todo. ¨Ahora entiendo todo¨ fueron sus palabras. El alemán desplazado W.G. Sebald escribe en un libro fascinante llamado Los Anillos de Saturno el encuentro de Borges y Bioy Casares en el año 1935 en una quinta de Ramos Mejía sobre la calle Gaona. Tantas veces he pasado por la calle Gaona en mi adolescencia y ahora en bicicleta cuando vengo a visitar a mis padres que me siento aludido. Creo que el alemán taciturno y genial habla de mí y mi propia historia. ¿Qué pensará Batichica de ello? Ayer por la mañana, en el diario La Nación que salí a buscar en calzoncillos al jardín helado, había una nota sobre las películas de estafadores y falsificadores y en especial de Gambit con guión de los Cohen. Me vinieron muchas ganas de verla claro. Y esa noche al volver a la casa vacía de mis padres, a la quinta como todo el mundo se empeña en llamarla, muerto de cansancio, en un disco rígido que tenía algo abandonado encontré sin buscar una copia de Gambit que Pablo me había pasado hacía un tiempo y había olvidado. Me sentí afortunado otra vez. A pesar de ello me dormí a diez minutos del final fruto de la fatiga y el whisky en una habitación con las ventanas abiertas para ver los árboles y con mucho más miedo al encierro que a los salteadores. Mi padre se ve en la disyuntiva de dejar la casa sola o que yo le beba todo el whisky. De una u otra manera no puede evitar el saqueo. El jardín está cubierto de un manto de hojas amarillas de un árbol tan antiguo como los dinosaurios. Dan ganas de tirarse y revolcarse como si fuera nieve. Silvana me viene a visitar y almorzamos al sol como si fuéramos los últimos habitantes de la tierra escuchando demos de Kate Bush en un piano destartalado.
Dj malhumor.

miércoles, junio 5

Paladar rojo

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Apuntes sobre una estética de la hinchada de Independiente (o cómo Jean-Luc Godard sería hincha del Rey de Copas)

Las discusiones en materia futbolística tienden a quedar muy por fuera del alcance de la estética. Claro, están los Bielsa, que nos recuerdan que el fútbol es un hecho estético, o los Cappa, que a partir de sus conocimientos filosóficos intentan educar platónicamente a sus jugadores (a través de la gimnasia y la música). Estos últimos buscan deconstruir derridianamente las estructuras del discurso futbolístico, logrando poco menos que nada, antes de irse con una puteada al mejor estilo Luppi y denunciar el negocio de la redonda (todo en un tono muy adorniano y negativo, claro está). Pero en el ardid de la charla de café, los argumentos nunca rebasan del estado de salud (actual o potencial) de los players: del "ese es un muerto" al "hay que matarlo", por poner solamente dos ejemplos.

En una de las tantas charlas que mantenemos con el amigo y colega @mauisintuiter, y ante un sensiblero (e irreproducible) mail mío sobre las agónicas (para seguir con la medicina) y aparentemente últimas jornadas de nuestro bien amado Independiente en primera, el muchacho se despachó: "Igual, todos los hinchas de todos los equipos son iguales...". Esa frase motiva este abstract, dirían los amigos investigadores, estas palabras preliminares o apuntes sobre la estética de las hinchadas.

¿Qué diferencia una hinchada de la otra? El nombre que se ponen, me diría mi vieja. Sí, es verdad, pero en parte. No es lo mismo llamarte "La 12", que "La guardia Imperial" o "Los borrachos del tablón". Tampoco los colores son (habría que desechar la obra de, entre otros, Kandinsky) potenciales exponentes de lo que distingue a los rojos (en el caso de mi equipo) de los blancos y celestes (el color de la camiseta de Racing, su archirrival, para los desprevenidos). No, si el rojo está ligado a las pasiones, a la exterioridad, no sería lógico que nosotros fuéramos apodados "amargos". Tampoco los hinchas de Racing, con su conjunto celeste, hermano del azul (un color que inspira, según el pintor, profundidad), tendrían que ser conocidos por gritar como desaforados cuando un defensor revolea la pelota a la tribuna, o la pelota más una pierna a la tribuna, o simplemente cuando pierden 3 a 0 y Agüero les hace un gol de toda la cancha (perdón, me fui a la mierda).

Hay, según entiendo, algunas marcas históricas, cortes en la diacronía estética de las instituciones, que van forjando los gustos de sus hinchas. El de Independiente es, o lo fue hasta hace muy poco, bastante claro. El reconocido "paladar negro" del hincha del rojo eshoy más bien una herencia que se debate, un prócer al que se le aplica el revisionismo del Instituto Nacional Dorreguiano, o como se llame.

Durante muchos años, desde aquellos primeros tiempos de la Doble Visera de cemento en que Erico hacía 74 goles por partido, pasando por los gloriosos '60 y '70 con Bochini, Bertoni, Pavoni y compañía, la parcialidad roja fue reconocida por, como dije, "amarga". Son numerosas las ocasiones en que el equipo ganaba cómodo y la gente silbaba, porque al menos en esa época, al parecer el público buscaba algo más que ganar medio a cero y volver a la casa para ver los afiches pedorros que cargan al rival.

La configuración de la hinchada de Independiente se solidificó a partir de ese axioma del "jugar bien", algo así como la traducción del lema brasileño "jogo bonito". Algunos clubes como River (quien en la historia local es mucho más grande que Independiente, no así en el palmarés continental) también lo tienen en su sangre. En oposición, clubes como Boca se han destacado por una extraña capacidad de triunfar de casualidad (por no llamar a esa característica una "estética del orto grande como una casa", hecho a abordar en otras crónicas), o con mucho ímpetu y agallas, en el mejor de los casos. Están los que nunca ganan nada pero dejan todo, los que de ese triunfo trunco han hecho una épica (Racing, sin ir más lejos), o quienes se constituyen muy fuertemente  a partir de su lugar de pertenencia, un barrio o localidad (como San Lorenzo, que es de Almagro, tenía la cancha en Boedo y ahora juega en el Bajo Flores. Perdón, me refería a San Lorenzo y su lucha por volver a Boedo).

Pero no, nosotros debíamos jugar lindo y ganar bien, pasarnos la pelota, construir, hacer del hecho estético un acto colectivo, apoyarse en las grandes individualidades pero al amparo de una estructura grupal, un coro que le devuelve la pelota al agonista. Pero claro, agonista y coro me remiten a la tragedia: el descenso.

Es un embole hablar de lo que hizo que Independiente cayera en el pozo, el que quiera lo puede buscar y está muy claro. Sacando el tema político/económico, en lo estrictamente estético también se nota la renuncia de categoría. Generaciones que dejan de ver a su equipo jugar bien le piden que gane como sea, que si es necesario sacrifique todas las reglas que constituyeron las bases del éxito para aplicar una forma urgente, el carusolombardismo hecho práctica política. Y ahí vienen los pelotazos, los pases de tipos fantasmas, los "estoy muy feliz de jugar en un club tan grande y con tanta historia", es decir, viene la desesperación.

Porque en el hecho de pasarse la pelota hay un gesto político y, como dijo Rancière, política y estética van de la mano como fresco y batata, como Olmedo y Porcel. En ese gesto de complicidad, de astucia deportiva de ver el hueco y conectar con un compañero, en la complementariedad, hay una toma de posición. Porque no es lo mismo revolearla que levantar la cabeza y hacerse cargo. Porque no es lo mismo ganar por un gol en contra que por mérito de la estrategia. Así, la premisa del fútbol como hecho estético deja de tener simplemente connotaciones deportivas.



Entonces, ¿qué llevó a los hinchas de Independiente a dejar el paladar negro en la casa y a preferir la emergencia del pelotazo? Bueno, ahí aparece la relación entre la historia del fútbol y la Historia, y aunque para explicarlo bien habría que hacer todo un recorrido por sus relaciones, permítanme omitir eso diciendo que, en principio, el fútbol no es lo que era. Que ha cambiado y que "ser grande" es hoy menos un orgullo que un lastre, porque para ese tándem de cinco (o seis, si le suman a los que piden entrar al club de los cinco, que no es el de la colorada Molly Ringwald pero algo de eso hay) la Historia se ha vuelto una piedra pesada para cargar. Ir de punto es la premisa, en resumidas cuentas.

Las marcas textuales que hicieron a Independiente "el orgullo nacional" deberían ser las que nos saquen del ostracismo de la B. Claro que no le podés pedir a un Battión que juegue como Marangoni, ni a un Caicedo que se convierta en el (RIP) Palomo Usuriaga. No. Pero sí podemos ensayar una vuelta al origen (diría el amigo Artaud), oponer a la máquina del resultadismo las bases del buen juego que constituyen nuestra identidad. En criollo: "racinguizar" el descenso de Independiente, romper las tribunas, matar diez pibes y quemar mil autos, además de ser un crimen con fuertes sanciones (?), no va a devolvernos al paraíso futbolístico. Porque tampoco aplaudir cualquier cosa es signo de buen gusto, de apoyo. El oficialismo estético es siempre dudoso, no sólo en términos de gusto sino también en su ética.

En tiempos de hibridación cultural, cuando la identidad es un flujo que va y viene, el reverso y la oposición manifiesta a la forma pelotuda y barrabrava del aguante debe ser nuestro paladar negro. Si todos los hinchas reaccionan de una manera ante las peores catástrofes futbolísticas, tratemos de distinguirnos, de volver a la esencia de creer en el juego como un factor ineludible. Lloremos, puteemos, claro, es la catarsis necesaria ante la realidad inevitable. Pero "lo abyecto", como diría Daney que dijo Rivette, no es el descenso, al menos no el futbolístico. Lo que no podemos permitir es dejar a un lado el componente vital del hecho estético, ese gen de memoria que nos conecta con el pasado y nos diferencia, nos da una especie de documento. En la diferencia podemos distinguir lo que es propio de lo que no, hacer de lo bueno una bandera y de lo malo (eso de que somos amargos) también. Soy amargo, no aplaudo cualquier cosa, como dijo Godard (?).

Pero seamos nosotros, como piden las banderas. Y hoy, cuando todo parece que vamos al peor de los destinos (a ese al que nunca fuimos), patear la pelota afuera es seguir haciendo de cuenta que no pasa nada, que ya va a pasar. Para construir hay que pasarla, no sacársela de encima, habrá que levantar la cabeza y mirarnos entre nosotros. Y ahí está la identidad, no en los títulos, ni en la historia ni mucho menos en este desdibujado equipo que pareciera no entenderlo.

Tomás Dotta (@tomasdotta)