La mañana siguiente cuando abrí los ojos el sol ya estaba arriba. Para mi sorpresa el tren corría paralelo a una serranía y mientras el rocío matinal empezaba a elevarse (el tiempo de la heladas ya había quedado atrás) por el campo corrían la liebres. El contraste no podía ser más grande con la oscuridad y sordidez de la noche anterior en la estación de Constitución. Y un poco más atrás todavía con las peleas constantes y la tristeza de la incomunicación que me habían decidido a irme. No es que no me iba a ir de todas maneras. Las liebres corriendo para todos lados por el campo. Un espectáculo inesperado del que tiempo después, por la alegría que entrañaba, me entraron las dudas. ¿Habré visto bien? ¿Cómo es posible que la separación entre la desazón y la vida que vuelve al cuerpo sea tan solo un pasaje de unos pocos pesos? ¿Cómo es que nadie me habló de esas montañas y su belleza? Después llegó Bahía Blanca y otra visión fantasmal de dos ciudades separadas por un río y la estepa pedregosa y las ballenas. Después vinieron más aventuras; después bajar el río Chubut en un bote y encontrarlos a Xevi y a Mario y llegar a Río Gallegos en un camión. Supongo que toda mi vida futura estaba allí en esas liebres.
No me había subido a la bicicleta todavía; no del modo en que lo hago ahora. En un cruce de caminos llegué al paraje El Campamento donde hay dos casas, un galpón enorme y un almacén donde me tomé una cerveza bajo la mirada atenta de la almacenera que no me quería dejar solo en las mesitas. No sé si por cortesía o por miedo de que me llevara algo. A medida que pasan los días voy tomando un aspecto que yo llamo efecto Shackleton pero que para muchos es simplemente el de un vagabundo. Para la mayoría de las personas la diferencia está en si por andar recorriendo caminos en bicicleta soy recompensado por un salario, prestigio de alguna clase o algo. La visión de las sierras de este otro lado es soberbia. El sol ya se fue pero queda un resplandor anaranjado en el horizonte que vuelve al cielo más claro. Hace mucho frío. Así y todo saco valor y le digo a la almacenera que me llevo la cerveza a la carpa. Antes de irme me dice que si Ricardo Iorio sale de la casa y me dice algo le diga que ella me dio permiso para quedarme. ¨Ah, Ricardo¨ le digo. En verdad ya había leído de otro ciclista que se había quedado encajado en el barro un día de lluvia y que no solo durmió en la casa de Iorio sino que le hizo torta fritas para el desayuno y le cantó canciones de Larralde. Pero no sabía que era allí, dónde llegué por casualidad, en ese paraje tan desolado como hermoso. El cielo me invita a quedarme y me quedo un rato afuera. Ahí, estando. Desde donde estoy puedo ver algún paisano viniendo en un auto destartalado a buscar vino. Y después una moto que pasa y puedo seguir; el ruido y las luces en la completa oscuridad, como si fuera una película. Tal vez ese tipo pasa por ahí todas las noches y avanza en el camino desierto con el viento en la cara cada vez. Por alguna extraña razón esa visión me llenó de recuerdos. Como si el rollo de momentos vividos que llevo en mi cabeza empezara a desplegarse y proyectarse. Justo lo contrario de esa experiencia cotidiana de ser tan solo un punto de condensación donde pasado y un futuro que apenas se puede proyectar se juntan. Vi todo el trayecto que hizo el tipo en la moto. Pegó una curva más adelante y seguramente entró a una estancia. La luz de los faros. El campo oscuro como un océano. Yo en la orilla. Después volví y me metí en la carpa y en la bolsa. Soñé que yo era Daniel Denett.
Dj malhumor
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