Después de disfrutar un industrialísimo mango con picante que me convidó una muchacha mexicana por guardarle el asiento, me dispuse a disfrutar Notre Poison Quotidien, de Marie Monique Robin (no joven, pero sí maravilla) y enarbolar la bandera de la soberanía alimentaria mientras tomaba coca cola para aflojar el efecto del picante.
El documental es apasionante sí, es muy informativo sí, es inquietante claro, es una demostración implacable sobre las mentiras en las que se asienta una de las industrias pilares del sistema capitalista (la de la alimentación), un trabajo detectivesco que hablando el propio lenguaje de los científicos los pone en ridículo forzándolos en muchos casos a aceptar que sí, que efectivamente la mayoría de los controles o regulaciones son un mito, que son algo que nos cuentan para tranquilizarnos pero que no existen verdaderamente. O sea, el documental en sí es impecable, es admirable, está muy bien organizado, tiene un didactismo eficaz, en el sentido de que no se retuerce explicándonos cosas ultracientíficas que olvidaremos a los 2 minutos sino que se concentra en demostrarnos por qué las regulaciones no regulan y el cáncer crece como plaga en nuestra bienamada sociedad occidental.
En fin, es bastante ñoño todo esto y en general estoy muy en contra del tipo de comentarios “nada sirve” y “nada puede cambiar” porque son un justificativo para no hacer nada. Pero amigos, yo no puedo no serles sincero, el nihilismo se apoderó de mí tras esta película. Pero eso sí, sigo creyendo que mientras haya un 0,1% de posibilidades (y siempre lo va a haber) hay que hacer algo, y que las luchas por la información y ecológicas son los pilares de la lucha socialista en el siglo XXI. Es sólo que siempre hay que pensar más allá… no sólo en la denuncia, en el repudio y en la captura, hay que pensar en el, como dijera un pelado famoso, qué hacer con todo eso.
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