No es normal empatizar tanto con personajes a priori algo desagradables. Fanáticos de las armas, los autos, musculosos, bronceados... uno está más acostumbrado a empatizar con gorditos nerds. Pero Bellflower logra hacernos querer a este grupo de adoradores de Mad Max, a partir de su genuino y creativo entusiasmo por la destrucción (crean un lanzallamas fabuloso y todo). Las imágenes exudan veraniega felicidad. Hay una luminosidad encantadora, una naranjitud inolvidable en cada viaje en la ruta, en cada pelea tonta, en el fuego del lanzallamas.
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Pero su director nos quería hacer sufrir, y luego de una primera mitad idílica donde todo era risas, pasamos a un tenebroso derrape en donde todo comienza a malir sal. La segunda mitad de Bellflower es la historia de una degeneración. Y se va todo a la mierda: las relaciones se destruyen, los personajes se desequilibran, las imágenes se saturan y se deforman, la estructura narrativa se infesta de flashbacks y flashforwards. La pelicula se vuelve un caos programado, una mezcla confusa de historias, alucinaciones, violencia, accidentes, muerte y destrucción. Bellflower se transforma en un videoclip y la historia en sí se vuelve tan absurda, impersonal y dificil de seguir que simplemente deja de interesar. Aún así el intento de proponer algo de maximalismo desde el indie norteamericano es válido, y el crédito para Glodell queda abierto.
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