Después de cumplir mis tareas de jurado, nos dirigimos a la parrilla La otra, ubicada en el barrio Pocitos de la ciudad de Montevideo. El taxi nos dejó justo en la puerta del local y grande fue mi sorpresa cuando al bajarnos nos encontramos con los mismísimos The Black Keys junto a toda su equipo esperando en la entrada a que les armen una mesa (o algo así, supuse). The Black Keys tocan el 2 en esta ciudad con el músico uruguayo Santullo como soporte. (Sepan disculpar los desfasajes temporales, pero los tiempos durante un festival de cine son muy diferentes). Desde mi llegada a Montevideo estuve averiguando precios y la ubicación del lugar donde el recital se iba a realizar. Al ver al dúo tan cerca, mi alma de fan adolescente fue más fuerte que yo y me lance decidido a pedirles una foto. (Si, ya sé, entiendo que estoy grande para estas cosas, pero -les repito- me deje llevar por el momento y la situación. Ellos tocaban en la ciudad por primera vez, yo era jurado del festival también por primera vez, sepan entender. Mi avance de fan entusiasta fue frenado instantáneamente, cuando uno de los patovicas guardaespaldas de la banda (pelado y con musculosa, a pesar de lo frío de la noche) me paró en seco cuando yo trataba de acercarme, mientras me decía en inglés: “There’s no need to do that” (algo así como, no hay necesidad de hacer eso). Mi respuesta inmediata fue decirle que tampoco había necesidad de exagerar, en mi perfecto inglés; claro, por lejos mucho mejor que el de el primate cuidador de estrellas. Y en uno de esos arranques de argentino orgulloso que seguramente terminaran con mi vida, agregué que tampoco había necesidad de usar musculosa (todo en inglés), frase que despertó las risas de los que estaban escuchando (el entourage de la banda) y la furia del musculoso que me tomo del brazo y me empujo –exagero, más bien me indico el camino- hacia dentro del restaurante mientras me decía “move on”. Ante lo cual, respondí con esa gran frase argentina que dice “qué tocas” mientras uno se sacude el agarrón. Después de esto, entre casi corriendo al restaurante. Por motivos arquitectónicos difíciles de explicar, mientras subíamos por la escalera todo el tiempo veíamos (y nos veía,) al enérgico bodyguard, quien no paraba de mirarme, y de decir vaya uno a saber qué cosas agraviantes sobre mi persona con sus colegas patovas y (la parte dolorosa) con los mismos Black Keys. A través del espejo, envalentonado por vaya uno a saber qué (quizás nuevamente por mi condición de jurado estrella), levante mi dedo del medio en el inconfundible e universal gesto de "fuck you". Gesto del cual me arrepentí al segundo exacto de haberlo realizado. Apuré nuevamente el paso y llegamos finalmente al lugar que nos habían reservado del festival, y que por suerte, se trataba de un espacio separado del resto del restaurante. Así y todo, en esos primeros minutos, temí la llegada del guardaespaldas entusiasta y sus amigos, algo que por suerte, nunca ocurrió.
El resto de la velada fue hermoso. Esos momentos en los que un festival confirma su condición de internacional. En una sola mesa había argentinos, chilenos, finlandeses, vascos (vascas, mejor dicho), catalanes y brasileros. Todos unidos por el festival y la calidad de la carne y el vino uruguayo. Termino la cena sin mayores novedades de los Black Keys. Al retirarnos y ante la posibilidad de cruzarlos nuevamente, mis miedos volvieron, pero los roqueros ya habían partido.Si bien la noche era fría, nadie quería volver a sus respectivos hoteles y una vez más, casi como si se tratara de nuestro segundo hogar, partimos para el bar La ronda. Los taxistas en Montevideo gozan de mala fama. Y el que nos tocó en suerte hizo todo lo posible por justificar esos rumores. En un viaje breve pero espeluznante, nunca vi a alguien meter tantos cambios en tan poco tiempo, mientras su mano iba de la palanca a su nariz a velocidades increíbles. Llegamos a La ronda en lo que parecieron ser 35 segundos. Esos 35 segundos en los que uno ve toda su vida antes de morir.
Al llegar a nuestro bar favorito, allí estaban ellos. Si señores, los Black Keys, su grupo y su pequeño ejercito de guardaespaldas sin cuello habían tomado posesión de casi todo el lugar. La mayoría de las mesas (que están al aire libre, en la calle) estaban tomadas por los gringos invasores, con seis patovas en formación y mirada torva. Seis guardaespaldas en La ronda, a esa hora, y en Montevideo, es algo verdaderamente ridículo. Con seis guardaespaldas, de hecho, creo que hasta se puede derrocar al gobierno uruguayo (dicho esto con todo respeto, claro). Pero ahí estaban, paraditos, mirando mal a cualquiera que se acercará a los miembros de la banda y causando el mal humor de todo el mundo. Mi patovica, con el que había tenido el encuentro en la parrilla, ocupaba el lugar al lado de la puerta de entrada, así que cada vez que me dirigía al baño le mantenía la mirada sin que a el le importara en lo más mínimo, obviamente. Una vez que el consumo de alcohol empezó a hacer su efecto, fueron más de uno los que propusieron juntarnos y sacarles fotos, todos a la vez, con nuestros celulares. Plan que, gracias a Dios y el Papa Francisco, nunca prosperó. El alivio, una vez más y justicieramente, llego de la mano del rock. El DJ del bar, inspirado y picante, empezó a pasar canciones de los primeros The Kinks (aquellos de Girl, you really got me y esas cosas), ante lo cual todos empezamos a gritar a los yanquis invasores: “¡Esto es rock, Black Keys!”, seguido del hermoso: “¡Aprende a componer Black Keys!” (que a esta altura se pronunciaba: blaquís).
Al rato, como suele suceder, los ánimos se calmaron, la sangre no llegó al rió y los Black Keys se retiraron a sus –seguramente- millonarios aposentos.
El rock, como el cine, es una fantasía. Y los que se dedican a él empiezan en algún momento a perder noción de la realidad. Tal como le sucedió a nuestros amigos norteamericanos, y su absurda idea de rodearse de agresivos patovicas en uno de los lugares más pacíficos del mundo. ¿Quién los puede culpar?
Estamos llegando al final de estas crónicas y seguimos con una deuda pendiente: hablar de películas. Pero a no preocuparse, todo llega, aunque sea tarde y un patovica nos espere para golpearnos en la esquina de Durazno y Convención.
El rock, como el cine, es una fantasía. Y los que se dedican a él empiezan en algún momento a perder noción de la realidad. Tal como le sucedió a nuestros amigos norteamericanos, y su absurda idea de rodearse de agresivos patovicas en uno de los lugares más pacíficos del mundo. ¿Quién los puede culpar?
Estamos llegando al final de estas crónicas y seguimos con una deuda pendiente: hablar de películas. Pero a no preocuparse, todo llega, aunque sea tarde y un patovica nos espere para golpearnos en la esquina de Durazno y Convención.
Marcelo Alderete
Fotos: Cecilia Barrionuevo
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